
Por Mario Garcés Durán *
«No hay receta ni doctrina que describa cómo se hace para que el pueblo se convierta en sujeto político, misión que por mucho tiempo se pensó y concibió que era propia de los partidos políticos de izquierda. La experiencia histórica viene demostrando que se trata de una salida con varios límites y con altas cuotas de frustración.»
Como lo sabe cualquier historiador, Chile no tiene tradición “constituyente” democrática. Sus tres principales constituciones -la de 1833, 1925 y 1980- no fueron el resultado de un ejercicio de soberanía popular o ciudadana. La Constitución de 1833 fue elaborada por una Convención designada entre el ejecutivo y el Congreso, una vez que los pelucones, es decir, los conservadores se habían asegurado el control del Estado; la de 1925, si bien tuvo el propósito inicial de ser elaborada por una Asamblea Constituyente, no fue así cuando Alessandri designó para su redacción a una Comisión de Notables, y luego de un acuerdo con la cúpula militar convocó a un plebiscito, en el que votaron menos de la mitad de los inscritos ; finalmente, la Constitución de 1980 fue elaborada, una vez más por una Comisión designada -esta vez por la dictadura de Pinochet- y luego hecha aprobar mediante un plebiscito fraudulento sin garantías para la Oposición. Es interesante, a este último respecto, hacer notar las críticas de la derecha chilena a Venezuela o Nicaragua por su poca transparencia o insuficientes garantías democráticas para la Oposición, cuando en Chile ella fue parte activa del origen espurio de la Constitución de 1980, que nos rige hasta ahora.
Habida cuenta de esta pobre tradición democrática de las clases dominantes (solo a veces, dirigentes), el actual proceso de cambio constitucional no surge de un mea culpa o de una reflexión crítica de la clase política chilena en el contexto de la transición a la democracia, sino que surge de un “estallido social”, que se inició el 18 de octubre de 2019, y dado el temor que engendró este proceso de movilización social en la clase política –en los políticos de profesión-, es que se firmó el Acuerdo por la Paz Social y una Nueva Constitución, el 15 de noviembre de 2019. Mediante este instrumento inicial y otros que vinieron más tarde, el parlamento buscó normar y controlar el cambio constitucional. La presión social y ciudadana logró, sin embargo, introducir cambios fundamentales en el proceso de elección de los futuros constituyentes: habría escaños reservados para los pueblos originarios; la representación de hombres y mujeres sería paritaria y los independientes podrían organizar listas. Aplicados estos cambios, los resultados de la elección de convencionales -el 16 de mayo 2020- fueron sorprendentemente democráticos: la derecha no alcanzó el tercio de los votos; todos los partidos tradicionales bajaron su votación y se hicieron notar los independientes y los representantes de diversos movimientos sociales. Una verdadera lección política de democracia, que hacía décadas que no vivíamos en Chile. No ocurrió lo mismo con las elecciones parlamentarias de octubre de 2021, en que se volvió al viejo sistema electoral, aún vigente en la Constitución de 1980, inspirado por Jaime Guzmán y destinado a favorecer a los partidos y las grandes alianzas. El resultado es que se eligió un parlamento en que la derecha salta de un tercio a la mitad de los elegidos. Boric deberá gobernar de este modo con un parlamento con una derecha sobre representada.
La Convención se instaló el 4 de julio de 2021, con un gran efecto simbólico, al elegir como su primera presidente a Elisa Loncón; el impacto de la Lista del Pueblo y de lo que se conoció en esos días como Vocería de los Pueblos, fue también muy significativo. Todo indicaba que la Convención se instalaba como una sólida y genuina representación democrática, aunque tampoco hay que llamarse a engaño, en el sentido que no fue elegida como una Asamblea Constituyente, sino que siguiendo cánones parlamentarios, que pudieron ser parcialmente modificados.
Muy pronto y teniendo en cuenta que a la Convención se le fijó un tiempo limitado de funcionamiento, ésta debió enfrentar la cuestión de elaborar sus propios reglamentos, los que debían asegurar el ejercicio democrático de la deliberación y la toma de acuerdos. Aquí se instalaba, al inicio con cierto énfasis, pero luego con más debilidad, la cuestión de la participación popular, lo que de alguna manera planteaba un problema más de fondo: ¿Hasta dónde alcanzaría el ejercicio de la soberanía popular? O, dicho de otra manera, la Convención podía dotarse de “reglamentos democráticos” para su propio funcionamiento y ejercer una suerte de soberanía por representación (ellos fueron elegidos por el pueblo para elaborar una nueva Constitución), sin necesidad de resolver eficientemente las formas de participación popular. Para ser justos, claro que el asunto se planteó y en términos prácticos se han ejercido diversas formas de participación social y popular, algunas sostenidas institucionalmente, como las audiencias públicas y las Iniciativas de Norma Popular, otras más informales por iniciativa de uno o más constituyentes. También se ha contemplado la idea de “plebiscitos dirimentes” en el caso que se produzcan desacuerdos que obliguen a realizar una consulta ciudadana. Es decir, a la soberanía por representación se han sumado algunos instrumentos que expresan, al menos parcialmente, formas de ejercicio de soberanía popular directa.
Pues bien, Chile y América Latina que tienen débiles tradiciones democráticas, suelen resolver el ejercicio de la soberanía por la vía de la representación y pocas veces por ejercicio de soberanía popular directa, salvo los plebiscitos. Pero claro, éstos se pronuncian por el apruebo o el rechazo y no representan necesariamente un ejercicio de deliberación y de toma de decisiones colectivas. La pregunta, a estas alturas, que legítimamente se puede formular es la siguiente: ¿existen acaso formas de deliberación y de toma de decisiones democráticas de base? ¿cuenta la sociedad con mecanismos de participación y expresión de la voluntad ciudadana? La respuesta no es fácil, pero se puede contestar afirmativamente, en el sentido que la sociedad cuenta con diversas organizaciones -sociales, territoriales, culturales, etc.—que suelen debatir y tomar decisiones de tipo colectivas. También se puede agregar que, en períodos de crisis o de amplias movilizaciones sociales, la sociedad genera formas inéditas de organización social y políticas: asambleas en los años 20; poder popular en la Unidad Popular; Cabildos y Asambleas Territoriales en el Estallido de 2019.
Sin embargo, este amplio -a veces difuso- mundo social pareciera no existir cuando se trata de resolver asuntos en el Estado. Dicho de un modo más radical, en Chile para el Estado y sus dinámicas institucionales, la sociedad civil prácticamente no existe. El mayor desarrollo democrático del Estado, en este sentido, tiene que ver con los alcances de la soberanía por representación. Entonces, debemos ser claros: la actual Convención ha realizado un importante trabajo, muchos de sus representantes son valiosísimas personas y Chile tendrá una nueva Constitución, que deberá ser aprobada en un plebiscito de salida durante este año 2022. Pero hay que admitir también, que la actual Convención no fue capaz de generar mecanismos suficientes de participación ciudadana que hicieran posible un ejercicio más amplio y masivo de la soberanía popular. De este modo, la Convención realizará parcialmente los propósitos del “Estallido Social de 2019” en el sentido de dotarnos de una nueva Constitución, pero no generó ni generará “nuevas formas” de hacer política en que el pueblo juegue roles más activos y protagónicos.
Ciertamente, se puede ahora formular la pregunta de si ésta era una tarea de la Convención. La respuesta, una vez más no es fácil, en el sentido que se puede responder tanto afirmativa como negativamente. En el primer caso, suponía una voluntad democrática radical de los convencionales o el haber transitado hacia una genuina “Asamblea Constituyente”. En el segundo caso, perfectamente se puede plantear que esta no era tarea de la Convención, sino del propio pueblo. Tal cual, pero aquí surge un nuevo problema, ¿cómo es que el pueblo logra realizar protagónicamente tareas democráticas tan relevantes? O, dicho de otra manera: ¿cómo es que el pueblo puede constituirse en sujeto político colectivo?
Este es el viejo problema de todas las revoluciones sociales, de muchas ideologías progresistas o emancipadoras, parcialmente al menos de las vanguardias políticas de los años sesenta, y en particular en América Latina, de la Educación Popular en los años 70 y 80 del siglo XX. No hay receta ni doctrina que describa cómo se hace para que el pueblo se convierta en sujeto político, misión que por mucho tiempo se pensó y concibió que era propia de los partidos políticos de izquierda. La experiencia histórica viene demostrando que se trata de una salida con varios límites y con altas cuotas de frustración. Las tendencias de la Izquierda en América Latina son construir nuevos partidos reformistas, populistas (en el buen sentido) o socialdemócratas, con fuertes componentes y dirección de las clases medias ilustradas o, vanguardias en que conviven corrientes emancipatorias con corrientes autoritarias. En todos estos casos hay bases populares, sin duda, pero no terminan de cumplir papeles relevantes con relación a las clases medias que habitualmente buscan abrirse espacios en el Estado (las recientes experiencias históricas del PT en Brasil o el MAS en Bolivia, son muy expresivas de estos fenómenos).
Tal vez, la mayor novedad del último tiempo en la construcción de alternativas emancipatorias provenga de los movimientos sociales. Pero claro, se trata de un nuevo actor o más bien en plural, de nuevos actores que han ganado en autonomía con relación al Estado y los partidos políticos. El mayor aporte de los movimientos es que producen nuevas claves y líneas o corrientes emancipatorias (el género, la naturaleza, la clase, los derechos humanos, etc.) y su límite es que habitualmente los movimientos sociales priorizan- es por lo demás su misión fundamental- en sus propias demandas, enfoques y contenidos. En consecuencia, dejan pendiente la cuestión del “interés” y la “voluntad general” del pueblo como sujeto político colectivo.
Podríamos seguir por esta línea, necesaria, por cierto, pero para los efectos de este artículo, solo agregaré que este debate nos interroga sobre las nociones y alcances de la política. Las nociones dominantes son relativamente restrictivas al Estado y las construcciones políticas latinoamericanas, en general, suelen ser estatales, de tal modo que la mayor debilidad de la política en América Latina se relaciona con la subvaloración de la sociedad civil. La actual crisis que recorre muchos Estados latinoamericanos ha hecho muy visibles los límites de una concepción de la política limitada al Estado.
Con todo, y aun reconociendo los límites del proceso constituyente, aún quedan importantes oportunidades y batallas que dar en el tiempo próximo. La más importante: el plebiscito de salida para hacer aprobar la nueva Constitución.
El panorama que tenemos por delante los chilenos no es sencillo, pero parece interesante, inquietante e indefinido en muchos aspectos. En el tiempo más inmediato, asume el nuevo gobierno progresista de Gabriel Boric y el Frente Amplio, y en corto plazo, a las alturas de mayo debemos contar con nueva Constitución y el plebiscito de salida podría realizarse entre septiembre y octubre de 2022. La convención cesa en sus funciones el 4 de julio. En suma, la campaña por el rechazo o el apruebo debiera realizarse entre junio y septiembre aproximadamente. Este será un tiempo que pudiera favorecer un amplio y masivo ejercicio de “educación popular constituyente”, que permita conocer el nuevo texto recuperando tiempo perdido (haciendo en la base los debates y conversaciones que no se hicieron y ganando tiempo futuro buscando influir en lo que vendrá luego del apruebo, es decir, en la puesta en marcha de la nueva Constitución.
*Historiador – Director de ECO, Educación y Comunicaciones
24 de marzo de 2022